Soy el P. Francisco Javier de la diócesis de Burgos y he participado en la tanda de Ejercicios Espirituales de San Ignacio del mes de agosto en la Casa Cristo Rey. (Un pequeño grupo de sacerdotes de diversas diócesis españolas y varias religiosas hemos sido los participantes de esta tanda a lo largo del mes. También han participado un grupo de laicos en diferentes periodos.) Para mí se trataba de la primera ocasión de participar en una tanda de Ejercicios de mes en mis 42 años de sacerdocio. Y gozosa ha sido la experiencia.
Los Padres Enrique y Javier han dirigido las reflexiones. Hermanas y hermanos Cooperadores junto a voluntarios nos han ayudado y atendido, y han hecho que los Ejercicios sean una experiencia inolvidable. La tanda se ha distribuido en cuatro semanas en las que se nos invitaba a contemplar la vida de Cristo y a sacar de ello provecho. Las cuatro semanas de Ejercicios me han ayudado a poner mi vida ante los ojos misericordiosos de Dios y a abrir mis oídos al Querer de Dios, para intentar volver al mundo con renovada entrega sacerdotal.
En la primera semana, los Ejercicios nos invitaban o a revisar nuestra vida cargada de flaquezas e infidelidades y a enamorarnos de la misericordia infinita de Dios, inagotable para sus hijos.
A medida que las meditaciones diarias avanzaban, más me ayudaban a revisar la vida y a que naciera en mí una súplica confiada: ‘Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero di una sola palabra…’ Reconocerse interiormente pecador lleva consigo una parte de dolor y vergüenza por el pecado cometido, pero también ve crecer la confianza que conduce a sentir el abrazo profundo del perdón. Y así me sentí: sanado y abrazado. Y perdonado.
En la segunda semana, las contemplaciones se vuelcan en Cristo encarnado, que nos pide seguimiento, imitación y entrega a su voluntad y su persona, para enviarnos después a testimoniarle en medio del mundo. Tras la gracia del perdón en el sacramento, pude decir -ya sereno- con San Juan de la Cruz: ‘Estando ya mi casa sosegada…” Pude sentir entonces que la oración intensa que facilitan los Ejercicios pone en orden nuestra estancia interior, y coloca a Dios en el lugar que le corresponde: en medio de la casa.
La tercera semana de Ejercicios nos invitaba a contemplar y participar de los sufrimientos de Cristo en su Pasión. Contemplar de cerca la Pasión de Cristo no deja indiferente a quién hace los Ejercicios. Seguir a Cristo hasta el Calvario trae dolor y lágrimas al corazón.
Pero da también al corazón la dicha de experimentar el amor incondicional y eterno de Dios. Y, casi de seguido, corresponderle con la misma entrega que él hace: La entrega del alma y del cuerpo. El final de la tercera semana me dejó clara una cosa: que de lo único que puedo vanagloriarme es de la inmensa misericordia que Dios ha tenido siempre con mi vida. En la última semana, el dolor se transmuta en gozo. Gozo por acompañar a Cristo en su nueva vida de resucitado. Y comprobar que siempre es él quien toma la iniciativa en nuestras vidas: Cambiando corazones, robusteciendo debilidades, alejando temores, confirmando en la fe. Eso me llevó a sentir con gozo al final: Estoy revestido de Cristo. Soy nueva creatura. Ahora, vuelto ya al ajetreo diario, sólo espero que el talento que el Señor me ha confiado para que produzca frutos en el mundo, sean los frutos que él espera y desea. Gloria a Dios.
Pude sentir entonces que la oración intensa que facilitan los Ejercicios pone en orden nuestra estancia interior, y coloca a Dios en el lugar que le corresponde: en medio de la casa.